POR EUGENIA MARTIN
ILUSTRACIÓN LA DELMAS
“Es hermoso, pero duele, duele muchísimo…”, me dijo David con un vaso de birra en una mano y un pucho en la otra, respondiendo a mi pregunta sobre qué le había parecido el libro que le regalé para su cumpleaños. Por supuesto que esa noche me fui con La Chaco (Hojas del Sur, 2016) de Juan Solá, debajo de mi brazo y no esperé demasiado tiempo, desde que me subí al bondi, para comenzar a leer aquel libro que había traspasado las entrañas de mi querido amigo.
Un mes antes, entre los cientos de libros apilados en los estantes de una librería de Cabildo y Juramento, yo elegí ese. Lo separé de todos los demás, lo abrí y cuando leí el poema de Susy Shock en el prólogo, no me quedaron dudas: tenía que terminarlo. Ahora, que por fin logré hacerlo, una mezcla de tristeza y de alegría recorre todo mi cuerpo en una fracción de segundo y me deja temblando. Entonces solo me siento en el balcón y miro hacia el vacío, mientras transito ese momento que no me sucedía desde quién sabe cuándo.
Se podría decir que “me lo devoré”, pero también lo sufrí y lo saboreé, todo eso al mismo tiempo. Es que La Chaco es una novela agridulce, dulce por la belleza de su prosa, y agria porque, en palabras de Solá “mala suerte es tener que llevar una vida ficticia con un nombre ficticio. Mala suerte es ser la presa favorita de la cana. Mala suerte es que los presidentes no gobiernen para vos y que tu viejo no te quiera porque sos demasiado sensible. Mala suerte es que en el hospital te llamen por el nombre de tu documento para pasar a ver al médico y en el documento diga que te llamas Sergio, pero ese día vos tengas puesta una blusa llena de flores y unos jeans demasiado ajustados”.
Esta es la batalla que dan Ximena (La Chaco), Galaxia y Hiedra, protagonistas de la historia, a lo largo de todo el relato: la lucha por la reivindicación de sus identidades de género. Es esa lucha, y no la transformación de sus cuerpos, lo que se puede interpretar en este relato como la metamorfosis de un gusano en mariposa. Metamorfosis que comienza desde la más temprana y dura infancia, en distintas provincias del interior de la Argentina, atraviesa por momentos disruptivos en la adolescencia y se consolida en la adultez. Sus cuerpos oprimidos, sometidos a vejaciones, destinados a trabajar en la “zona roja” y castigados por no ser lo que nunca fueron, ni van a ser, sobreviven en una sociedad que es asesina: las pretende eliminar porque no las puede asimilar.
Sin embargo, un ápice de luz se asoma sobre el final de La Chaco cuando la tragedia y el dolor, que alcanzan su punto máximo en las últimas páginas, se transforman en fuerza y unión. Probablemente para algunos Ximena, Galaxia y Hiedra nunca dejen de ser Sergio, Cristóbal y Mauro, pero ahora es distinto, algo cambió. Ellas, que vivieron creyendo que eran cuerpos equivocados, ya no se esconden. Ahora salen del capullo para hacer escuchar, de una vez y para siempre, sus voces.