Era una tarde como cualquiera en un pueblo de la pampa: el día gris, las calles de barro, los pibes del barrio, una pelota, mis 4 años y yo. Casi todos mis amigos eran pequeños hombrecitos que jugaban de manos, armaban casas de chapa y escupían a lo macho. Si algo me quedó de aquellas tardes de juego, barro y sudor es que quería ser como ellos. Me sentía distinta, extraña entre esos niños que hacían pis de parado contra el tapial y se miraban mear unos a otros. De algo estaba segura: yo también podía hacerlo, tenía que intentarlo. Así que no lo dudé, me bajé mis pantalones cuadrille y meé contra el tapial al lado de mis amigos, mientras me reía y miraba las enormes curvas que dibujaban sus meos en la pared. Pero una enorme angustia, que duró unos pocos minutos, se apoderó de mí al ver que mi pis no generaba ninguna imagen visual y solo caía verticalmente, diluyéndose en el pasto húmedo.
A las 8 de la noche ya estaba en casa, con el barro hasta las rodillas y una sonrisa pícara, de esas que develan travesuras. Mi padre y mi madre estaban sentados en la mesa con cara de pocos amigos y, por un momento, me hicieron dudar de mi inocencia y pensar si me había mandado alguna cagada ese día. Me dijeron, mirándome fríamente a los ojos, que Taty, la vecina de enfrente, me había visto hacer algo muy muy feo hoy a la tarde con mis amigos. Me dijeron que estaban tristes, desilusionados, que no sabían dónde habían quedado mis valores y un montón de cosas que no entendía bien de dónde venían ¿en qué momento se había armado tanto quilombo?
La bofetada pegó en seco sobre mis cachetes sucios y la enorme mano de mi padre amagó un segundo golpe, que hubiese llegado de no ser porque salí corriendo y chorreando mocos a encerrarme en mi habitación. Ese día lloré, lloré mucho, me sentí mala, asquerosa e indigna y culpable de no sé qué. De querer hacer cosas de niños. De no jugar con barbies como casi todas las niñas de mi edad, de “ir siempre contra la corriente”, según mis padres. De tener concha.
Eugenia Martin