por Ailén Montañez y Mónica Sosa Vásquez
ilustración: @ce.ilustra
“Si este libro tiene alguna pretensión por fuera de lo académico, es ayudar a “calmar el dolor” que provoca el amor mediante una explicación de sus fundamentos sociales”. Así termina el libro “Por qué duele el amor. Una explicación sociológica” (Katz, 2012), de Eva Illouz. ¿Por qué elegimos lo que elegimos? ¿En qué instancias elegimos? ¿Cómo elegimos? Desde las preguntas ingresamos en el terreno íntimo de los afectos, mientras la autora se sumerge al interior de las prácticas amorosas heterosexuales.
“No sos vos, son los amores guionados”
A lo largo del libro, Illouz desglosa las formas colectivas de los sentimientos y las instituciones que los moldean. Así, afirma la autora, la concepción de las personas como “entidades psicológicas” es un problema tanto sociológico como político. Con todas sus complejidades -si acaso hay algo más complejo que el amor- el libro es una guía para poder pensar las prácticas afectivas y afectivo-sexuales que vivimos cotidianamente, desde una perspectiva histórica.
El “yo” es una noción central en el libro puesto que remite a las tensiones y contradicciones culturales que contribuyen a forjar nuestra percepción identitaria en tanto seres sociales. Para dar cuenta de que el “yo” es formado en una sociedad, la autora se enfoca en los cambios del amor romántico entre parejas monógamas hetero-cis-sexuales en distintas épocas de un contexto anglosajón.
En el siglo XVIII y XIX, como lo retratan las novelas de Jane Austin, el amor romántico era un reglamento dorado. Lejos de condenar a aquellas mujeres blancas, Illouz sostiene que en esa sociedad el matrimonio no era producto de una elección amorosa, como hoy tiende a serlo en gran parte de Occidente, sino que se trataba de la principal transacción económica familiar. En ese periodo las promesas eran importantes para el cortejo de los hombres hacia las mujeres, puesto que -además de sumas monetarias- se jugaba el honor de lxs involucradxs y sus respectivas familias.
Según la autora, las sociedades que toman sus decisiones basándose en el amor, por lo general, son individualistas. Sin duda una de las principales transformaciones del siglo XX en el terreno de los afectos fue la liberación sexual, que acentuó la noción de que las promesas constituyen una carga para el “yo” que no sólo ya no tiene que comprobar su honor sino que debe alimentar su bienestar propio, su crecimiento personal. Estamos hablando de un “yo” cuyo hedonismo es lastimado por el sufrimiento, en lo cual tiene mucho que ver “el amor propio”. La autora explica entonces que la auto-inculpación es la forma por excelencia a través de la que nos auto-responsabilizamos de los pesares por, en teoría, no poder amarnos y cuidarnos lo suficiente como para protegernos del amor de lxs otrxs, que daña por el hecho de no ser nuestro.
Una crítica, un pie para invitar al debate desde la lectura, emerge mientras escribimos: utilizar testimonios de lesbianas como prueba de algo en un análisis que aclara, desde el inicio, que es centrado en las mujeres y para el mundo heterosexual, es confuso, y hasta inválido. Una lesbiana no podría ser fundamento de un análisis amoroso heterosexual, justamente por ser una fuga de este sistema.
El sexo: un intercambio desigual.
Para hablar de lo que es el amor en el siglo XXI, la autora lo explica en términos de que los intercambios se dan en un “campo sexual”, es decir, un terreno de intercambio desigual donde las relaciones son de poder y tienen su eje en la sexualidad. El sexo es la moneda corriente en este nuevo mercado de afectos, porque, aclara la autora, el desplazamiento de las relaciones económicas influye en la forma de entender cualquier tipo de intercambio.
Así, en el mundo hetero-cis-sexual, la reputación social se mide dentro del campo de lo deseable: cuán deseable sos, cuántas veces garchaste. Esto daría un cruce entre lo que cada persona genera por su propia oferta y demanda sexual ¿Pero de dónde sale esto?
Hubo un momento particular en el pasaje de la modernidad hacia la contemporaneidad, dice Illouz, y es el momento en el que comienzan a circular guiones culturales que construyen una imagen tanto de la mujer como del hombre: el cine, la publicidad, y las telenovelas. La figura femenina es el epicentro de este giro: se construye sensual, deseable, con un patrón de cuerpo específico. Si en un principio esa mujer es ama de casa, luego de los 60’s deviene en la mujer autónoma, que estudia y trabaja. ¿Qué sucede en esa mutación: de la ama de casa a la mujer autónoma? ¿Y con los hombres?
Si hay algo que permanece, alimentado por las figuras que reproduce la industria cultural, son las construcciones representacionales -modelos a seguir- que consumimos, principalmente en los medios masivos de comunicación. Ciertos ejes, que explica con claridad la académica Diana Maffia, separan lo propio de las femenidades -el amor, el compromiso, la maternidad, un tiempo biológico acotado- de lo que pertenece a las masculinidades -el éxito económico, el acumulo de experiencias sexuales, la falta de apuro por trabar compromiso, sumado a un tiempo biológico extendido. Esta construcción desigual de las representaciones es la que produce los efectos culturales posteriores que tiene el intercambio sexual. ¿Hace falta decir que es desigual? Además, Illouz va más allá y se pregunta ¿Qué papel juega el reconocimiento? ¿Quién reconoce a quien en este juego?
La demanda de reconocimiento está atada al juego de representaciones, de modelos de ser, que por un lado se inculcan desde los productos culturales y, por otro lado, nos apropiamos con mayor o menor éxito. Al fin y al cabo son efectivos. Funcionan en la sociedad, aunque no nos guste. Por esto la autora, a lo largo de todo el libro y como fundamento de su investigación, presenta entrevistas y recortes del contenido cultural que circula.
Entonces, todo este escenario se traduce en desigualdades afectivas. Lo obvio, el cliché, el lugar común: vos, mujer, querés ser madre, mientras que vos, varón, no tenés tiempo para eso; no lo distraigan del éxito. ¿Por qué se subordinan los intereses de las mujeres a los de los hombres? Como se pregunta Luciana Peker, en su libro Putita golosa: una manera de vibrar en el mundo, ¿Por qué los hombres tienen como objetivo el éxito personal, mientras que las mujeres apuntan a la auto realización amorosa?
¿Acaso Nicole Barber (Scarlett Johansson) en “Historia de un matrimonio”, no entra en crisis cuando se da cuenta que subordinó toda su vida a lo que creía que eran sus intereses personales, pero en realidad no eran más que los intereses de su marido? La vida de Nicole parecía gozar de éxito, para su marido, porque ella se realizaba como actriz mientras él también escalaba, como director, en Broadway. Los intereses de él debían ser los de ella también, ¿y qué estaba mal? Ver las cosas desde esta otra perspectiva, la hizo no poder seguir con el matrimonio. El escenario que nos plantea Eva, entonces, es bastante complejo (y de eso se trata).
El libro no trae soluciones. Pero sí advierte que no es cuestión de cambiar un imperativo por otro, amor romántico por amor propio. El “amor propio” acarrea otro problema: idealizar o soñar con que nuestro “yo” se completa consigo mismo. ¿Cómo puede funcionar esto? Funciona porque olvidamos que somos seres sociales y que por lo tanto necesitamos el reconocimiento de lxs otrxs. Las formas económicas -para la autora- tienen incidencia también aquí por hacernos creer que podemos leer todo, hasta nuestros afectos, con esa matriz que llamamos neoliberal.
Rituales no tan contemporáneos: cambios en el cortejo
Para Illouz, el “yo” es un problema político que es renegociado en nuestros vínculos, aunque no se requiera de un contrato en papel ni de su apalabramiento. En el ámbito de los erótico-afectivos emerge la noción del amor propio como habilitación y justificación de las posiciones ocupadas por los “yo” en cuestión. La autora también critica este concepto porque nota que hay un desplazamiento de la inculpación a la autoinculpación, en la que el “yo” se concibe como la razón de sus “fracasos amorosos”. A la par, emerge otra noción: la “reciprocidad emocional”, el bienestar como un estado absoluto cuya permanencia busca ser resguardada e incrementada, en parte, con la evasión y la condena del sufrimiento.
En esta época, el “yo” -a través de las tecnologías de elección que aparecen en un boom de apps destinadas a la cuestión– puede decodificarse en los gustos a tal grado que algunas nos despliegan porcentajes de compatibilidad con otros “yo” pre-decodificados, como quien consulta en la tabla nutricional los ingredientes de un producto enlatado. Según la autora, estamos en un presente en el cual el sexo tiene un espacio preponderante y autonomizado, una característica que contrasta radicalmente con los rituales de cortejo de los siglos previos. Esto no quiere decir que el cortejo sea inexistente, aunque quizá nos resulte menos evidente y certero, pues ¿qué significan uno o dos likes? ¿El visto a una o cuatro historias de instagram? En este punto, a partir de las ideas de Illouz, podríamos pensar en cómo la virtualidad permite que tejamos fantasías de proximidad. Pareciera que hay un fallecimiento de las modalidades irracionales o encantadas para la selección de pareja, pues ¿qué podría ser más racional y desencantado que algoritmos que arrojen compatibilidades porcentuales con otra persona? Este libro -entre tantas cuestiones- nos permite repensar el tipo de prácticas desplegadas al interior del campo sexual, en las que las apps se presentan como facilitadoras. Desde el centro del entramado en el que se construyen los roles de género, lo que debemos ser ante nosotrxs mismos y ante otrxs, o incluso cómo debemos comportarnos en una cita, Illouz habilita las preguntas sobre qué tipo de cambios y continuidades hay en el cortejo, los afectos y el establecimiento de vínculos erótico-afectivos.