Mónica Santino: feminismo dentro y fuera de la cancha

Por Lorena Bermejo

Fotos de Carolina Hidalgo

Mónica Santino es entrenadora del club de fútbol femenino La Nuestra, que tiene su territorio en la cancha “Güemes” de la Villa 31. También es Directora Técnica nacional y estudió educación física. Militó en la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) y desde el 2003 trabaja en el Centro de la Mujer de Vicente López. Si hay una idea que puede resumir  su trabajo, es la de construir feminismo desde el deporte, y hacer deporte con una perspectiva feminista.

 Cerca de las dos de la tarde el torneo de La Nuestra anticipa su final. La cancha despide a las pibas para recibir a un equipo de varones que espera detrás del alambrado. El cambio no es a las dos menos cuarto ni en punto: las mujeres salen a su tiempo y algunos hombres se acercan a la puerta o pasan a la cancha para empezar a entrar en calor.

En ese pacto implícito se maneja la cancha, un territorio que nunca termina de ganarse, una disputa cotidiana. Ese respeto, que no se da así todos los días, habla de una conquista que no es sólo una conquista de territorio:  es también del propio cuerpo, de plantarse, de aguantar. Persistencia, fortaleza, convicción; si hay algo de lo que Mónica Santino sabe es de eso, de convicción. Quizás por los diez años como entrenadora en “la Güemes”, o por los diez anteriores de militancia en la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), o por haber renegado de las muñecas para insistir con la pelota y los botines.

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 Es sábado y el equipo de La Nuestra está de festejo: hace diez años se formaba un colectivo que cambió la vida de muchas mujeres de la villa 31. Hoy la cita fue de madrugada: había que estar bien temprano para poder hacer el torneo. Sin planilla ni reserva que garantice lugar, la única forma es venir y quedarse. Las más chicas, “Las Aliaditas”, son las últimas en jugar. De a poco las pibas dejan la cancha y van copando la tribuna. Algunas toman agua, otras charlan en grupos, se sacan fotos. Majo, entrenadora de La Nuestra, acomoda las brasas del chulengo. Los choris ya casi están; dos mujeres se ofrecen a cortar el pan y lo acomodan en mitades para tostarlo en la parrilla. El humo y el olor se esparcen por los alrededores de la cancha. Un micrófono de la radio abierta gira entre las chicas, que se entrevistan entre sí y cantan cumbias a capella. Mónica va de un lado al otro. Abrazos, charlas al pasar y una cámara que espera para hacerle una nota en la televisión pública.

 Después de almorzar, llega el momento de las velitas. La encargada de la torta es Mireya Churque, vecina del barrio que hace años trabaja con La Nuestra.

-Cuando la conocí a Moni me sentí identificada, no tanto por el deporte, sino por la voluntad con que hace las cosas.

 Las pibas la abrazan y ella sonríe, devuelve el abrazo, mira a todas, a las chiquitas, que ya comen bizcochuelo, y a las grandes, que empiezan una guerra de merengue y crema que terminará por ensuciar lo que se salvó de ensuciarse en la cancha. Las mira como quien mira a una hija, “como si te hubiera parido”, diría mi abuela. En cuanto a la maternidad, Mónica tiene un concepto distinto: a los hijos y a las hijas, se las haya parido o no, se los conoce a medida que pasa el tiempo, como al resto de la gente. Y con ese concepto crecen las hijas que Mónica y Cecilia decidieron adoptar.

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El sol radiante del domingo se refleja en los arcos de la cancha Padre Mujica, frente a la Parroquia. El partido de Las Aliadas no fue bueno. Mónica tuvo que intervenir en una pelea entre dos jugadoras. “Es que hay pica entre los barrios, conflictos internos de acá de la villa”. El árbitro tocó el silbato y una de las aliadas quedó afuera. Las chiquitas también jugaron con una menos, que no pudo venir, y con una arquera muy cansada. No fue un buen día para La Nuestra. Mónica, que se quedó más tiempo de lo previsto, ahora camina apurada aunque muestre una expresión tranquila. Saluda a una mujer, la madre de una de las chicas; después saluda a un vecino de la cancha que justo sale de su casa. Un último pasillo la saca de la villa y ya se escucha la música de los puestos de medias, repasadores, anteojos de sol, de los alrededores de Retiro. Chipá, choripanes, helados. Da un paso y mira, otro paso y se da vuelta otra vez: el colectivo veintitrés no pasa muy seguido. La opción que sigue es tomar dos, y si no, aunque casi nunca, tomar un taxi. En la casa de Boedo la espera Cecilia con las nenas. Mónica prometió llegar al mediodía pero son pasadas las doce y el colectivo todavía no aparece.

-Esto de los domingos a la mañana es una locura. Nos dividimos como podemos; el domingo pasado vino Juli, y ahora se queda Majo para que yo me pueda ir.

 Juli (Juliana Román Lozano), mano derecha de Mónica en La Nuestra, ahora tiene 32 y entrena al grupo de chicas de entre 13 y 16 años. Llegó al barrio en 2007 para filmar un documental sobre La Nuestra para una materia de la Facultad. Estudiaba antropología y, aunque peleada con su estructura machista, jugaba en AFA. Un día andaba por San Telmo, donde vivía en ese momento, y se cruzó con un grupo de chicas y una entrenadora. Frenó, las miró un rato y preguntó si podía jugar. Juli, que iba a ser primero jugadora profesional, y después antropóloga, desde hace cinco años es directora técnica y entrenadora en la villa.

FOTO 2Fuente: PEUTEA

 Las calles del barrio todavía conservan humedad de la lluvia de hace un rato, pero igual se forma el grupo de siempre. Mónica sale y al rato se suma Diego, su hermano menor. Con el primer pelotazo, las rayas rojas y amarillas de la pelota marca “Pulpo” se mezclan con la tierra. A veces son demasiados para el fútbol y se juega a la mancha, pero hoy no porque llovió y hay menos chicos dando vueltas. Aunque se llevan cuatro años, Mónica y Diego siempre andan juntos. Ella sabe manejar la pelota, todos se lo dicen. Es mujer y juega bien. Una novedad, un fenómeno. Pero Mónica no quiere ser una novedad; quiere jugar, entrenar, competir.

 Rosa abre la puerta y llama para merendar. Silvina, dos años mayor que Diego, espera en la mesa, con su libro de dibujos para pintar. Antes de sentarse, Moni, que ya tiene doce, agarra El Gráfico. El domingo, cuando fueron a ver a Vélez, ella, su mamá, y su hermana Silvina, tuvieron que sentarse en el sector damas, una especie de corralito desde donde las mujeres ven el partido. Unos meses después, Rosa y Silvina dejaron de ir a la cancha. Mónica y los hombres de la familia pasaron a la popular, porque la economía no iba bien y había que reducir gastos. En la tribuna no había corralitos, ni había que sentarse en otro lado durante las discusiones que se armaban después de los partidos.

 Los domingos son siempre iguales: se llega temprano, se almuerza en el club y se aguanta hasta tarde para discutir los resultados. Siempre alguno, amigo o conocido del abuelo, felicita a Mónica por jugar así de bien. Halagos y felicitaciones, pero pasan los años y ella quiere un poco más que los partidos espontáneos del barrio, que los picaditos que arman cada muerte de obispo con las mujeres de la escuela. Lo que quiere es entrenar, jugar en un equipo, ponerse la camiseta. Salir a la cancha y sentir los nervios, la ansiedad. Todas utopías, ideas locas de una piba de quince a la que “ya se le va a pasar”, como se dice cuando se cruza apenas el límite de las estructuras sociales.  

FOTO 3Fuente: Archivo periodístico.

Hace varios días que Mónica guarda en el bolsillo del guardapolvo del trabajo el recorte de la Revista Eroticón, donde entrevistan al presidente de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA). Además de la nota, hay una dirección donde pueden ir quienes quieran participar de la comunidad. El recorte se lo regaló una de las chicas de la clínica. No las conoce tanto, pero hace unos días les contó que es lesbiana. Algunas se lo imaginaban y otras se sorprendieron o se hicieron las sorprendidas. Unos días después, Luz, una de las chicas, le pasó el papelito de la revista.

 Mónica trabaja en la parte administrativa de la clínica para cubrir gastos mientras entrena en el equipo de mujeres de River, que juega en cancha chica pero entrena fuerte para poder jugar en la de once. Un martes, después del entrenamiento, saca el papel arrugadísimo del fondo del bolsillo y llega rápido a la dirección anotada. Frente a la puerta, como en las películas de amor, duda un poco antes de tocar el timbre.

 Quien la atiende, un hombre pelado de unos treinta años, es Gustavo Tarasco, secretario de la comunidad, que le explica que hay grupos donde se habla de los problemas de cada uno, que los grupos los administra la gente del área legal, y que si se libera un lugar en alguno la llamarán. A la semana la llaman y empieza, primero en los grupos y después, siempre con la pasión como bandera, se carga al hombro tareas administrativas, legales y de organización.

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 Mónica se recibió de directora técnica el 19 de diciembre del 2001. Había dejado el fútbol a los veintitrés y había vuelto cerca de los treinta.  El día de la entrega del título, la ciudad se pintaba de protesta y empezaba a sonar el “que se vayan todos” cuando todavía no era lema. El mundo del fútbol seguía con su agenda: diplomas, discursos, fotos, y flores. Para ella, que había logrado que sus compañeras de secundaria le dieran como regalo una pelota en lugar de ropa o maquillajes, en el día de su graduación recibía flores. Y aunque las detesta, salió de AFA con un ramo junto al diploma. Por suerte en medio del caos de Buenos Aires y las corridas para llegar al departamento donde paraba, las flores fueron descartadas en seguida.

 Había decidido hacer el curso cuando el equipo femenino de All Boys, donde jugaba de volante central, entró en crisis. Tenían el apoyo del club pero faltaba el financiamiento. Faltaban espacios y faltaban materiales: en invierno, con el equipo de verano, se morían de frío. Para entrenar alquilaban un lugar en San Justo, partido de La Matanza, y organizaban movidas para bancar el alquiler y los otros gastos. Los partidos también eran autogestivos: juntaban para pagar la policía, que es obligatoria y la paga el equipo local, y si zafaban de pagar el médico, otro de los requisitos de los torneos, era porque el padre de Mónica se ofrecía a ir a los partidos sin costo. A pesar del esfuerzo, los partidos se cancelaban por cualquier cosa, se jugaban en horarios rarísimos y a veces pasaba demasiado tiempo entre fecha y fecha. Con esto, los clubes tenían argumentos suficientes para decir que no podían bancar una disciplina que no generase ingresos.

 Motivada por el entrenador del equipo de mujeres de All Boys, y por la bronca hacia la indiferencia de AFA con el fútbol femenino, Moni se cargó al hombro una nueva militancia. Todavía no estaba en La Nuestra, pero la idea de formar un club de fútbol femenino se acercaba cada vez más.

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 Unos años después de la reunión con Tarasco, Mónica viajó a San Bernardo para participar del 5º Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe como representante de la CHA. En ese momento, estaban juntando firmas para poder inscribir a la comunidad como asociación civil. Como el lesbianismo no era un eje a discutir en el Encuentro, las lesbianas se autoconvocaron en el garaje de un hotel donde se quedaban algunas de las mujeres. Ya de vuelta en Capital, en la asamblea anual de la CHA, Mónica recibió el micrófono para contar la experiencia de San Bernardo. Habló como quien habla con amigos, pero quienes la oyeron recibieron  un discurso contundente que hizo que de a poco empezaran a levantarse las manos. Primero los más corajudos, y después los que actúan por inercia, votaron para que Mónica formara parte de la comisión directiva de la CHA. El fútbol, que ya venía algo abandonado en su agenda, quedó postergado por completo. La militancia full time, más algunas horas de trabajo con su viejo para tener unos pesos, ocuparon la vida de Mónica hasta los treinta años.  

-Fueron tiempos lindos pero intensos.

 Mónica habla con nostalgia de los entrenamientos en River, de las chicas de All Boys, de los años de pelota “Pulpo” y calles de tierra, de la cancha de Vélez todos los domingos. Pero hubo algo más urgente: Mónica no sería Mónica de haber elegido solo el fútbol, de no haber hecho camino en la militancia. Esa fusión entre juego y feminismo es lo que transforma la cancha en arena de lucha contra la cultura patriarcal. Es decir: que en esa cancha, hoy, los nenes y las nenas juegan juntos, que los hijos esperan afuera mientras las madres entrenan, que se puede decidir besar mujeres y no hombres, usar botines y no zapatos.

FOTO 4Fuente: PEUTEA

Hace meses que La Nuestra lleva las pelotas y los equipos de un lugar a otro: una reforma, que suponía terminarse en marzo, tiene inhabilitado el galpón donde guardaban las cosas. Una nueva obra del Gobierno de la Ciudad amenaza con cerrar todos los espacios públicos de la villa, incluida “la Güemes”, por cuatro meses. La historia se repite: en AFA, en los clubes, en la militancia, en la oficina. Se repite porque a pesar de los palos, Mónica supo ir siempre más allá del límite, fuera de la estructura, donde cambia el panorama de lo que se puede ser y hacer. Y en esa insistencia por lo que se presenta inaccesible, aparecen los logros.

Es viernes. Mónica camina por Parque Rivadavia y sonríe. Viene de hacer unos trámites en el banco para que La Nuestra participe del Sudamericano Sub 17 de la CONMEBOL, que el año que viene se hace en Argentina. No por renegar con las instituciones, por recibir siempre respuestas negativas, hay que soltarlas del todo. Mientras la cancha sigue amenazada por las posibles reformas, Mónica motiva a las pibas para seguir entrenando. Lejos de la caridad, las relaciones que Mónica construye son un ir y venir que a la vez la transforman a ella misma.

-Me da bronca la palabra obra. Como si una fuese por la vida dando el bien por el bien mismo. No es así: lo que las pibas nos devuelven a nosotras todos los días es lo maravilloso. Tanto con nuestras hijas como con las chicas del barrio.

Será por eso, quizás, por esa humildad, que se la ve andar con el paso tan liviano. Como si   pisara el campo de juego de All Boys, las calles de tierra de San Isidro, o el pasto sintético de “la Güemes”.