María, por Lorena Bermejo

Son las siete y hace frío; en esta ciudad de mierda no tendría que hacer frío en abril. María está sentada en el umbral de una casa que no se abre nunca, una que está a mitad de cuadra porque en la esquina no se puede, porque ahí pasa más gente, está más iluminado y a María no le gusta la luz.

Son las siete y hace frío; en esta ciudad de mierda no tendría que hacer frío en abril. María está sentada en el umbral de una casa que no se abre nunca, una que está a mitad de cuadra porque en la esquina no se puede, porque ahí pasa más gente, está más iluminado y a María no le gusta la luz. En este escalón oscuro puede estar tranquila, con las bolsas y el cartelito. Las viejas del barrio, que se hacen las tangueras, pasan en vestiditos y medias de red. Los viejos pasan y entran en la confitería que está junto a la casa del umbral. A veces María se acerca y los ve jugar al ajedrez; los que no juegan miran televisión, esas cosas son las que ella sabe. Hace poco que María empezó a recordar. Al principio era como un empezar de nuevo todos los días. En el barrio ella es habitué, y todos esperan verla ahí, sentada en el umbral. Los viejos pasan siempre de la misma manera: caminan, se acercan, miran, se horrorizan, siguen. María les mira el calzado: botas, tacos, zapatos, mocasín. Como la confitería tiene ventanales, se llegan a ver las noticias de la tele: paro docente, choque en el Acceso Oeste, siguen las desapariciones de mujeres. Entonces, María lee: hace dos meses que los familiares buscan a María Paz. En la pantalla, una vieja habla y llora, pero desde afuera no se escucha lo que dice. El televisor muestra ahora a un tipo canoso, y en una esquina de la pantalla hay un recuadro con una foto. Al reconocerse, María Paz entra a la confitería y llora frente al televisor. Afuera quedan las bolsas con su ropa sucia y algo de comida.

Lorena Bermejo