Por Lorena Bermejo
Ilustrado por Euge Dibuja
La funda para la tarjeta SUBE, de todos colores la funda. Cambio, cambio, dólares, reales, cambio. Con el semáforo en verde se acercan dos hombres de traje y maletín; junto los brazos para hacerme angosta y pasar entre ellos sin que arrasen con la bolsa que llevo en la mano; el viento que generan los hombres, uno a cada lado, me desordena el peinado y me llevo de inmediato la mano a la cabeza para resguardar las horquillas del pelo; si pierdo tan solo una el peinado ya no me servirá. ¿Qué otro peinado hacerme? El pelo atado por completo es higiénico, pero deja al descubierto el rostro entero y eso da lugar a que se examine cada gesto, cada vez que me sonrojo, cada vez que se me colorean las orejas por los nervios o el calor. Una trenza es más floja, más social, más relajada, pero a la vez es más como de paisana, de alguien que nunca fue ni siquiera secretaria. No hay opciones, y menos todavía porque debería peinarme en un baño público, con las mesadas mojadas y enjabonadas por las miles, millones de mujeres que, a las seis de la tarde, ya habrán pasado por allí luego de la limpieza del baño que casi siempre es de mañana si es que hay. Una horquilla cae; suelto la bolsa y me agacho sin dejar de sostenerme el pelo con la otra mano; tanteo el piso y la mano se me ensucia, mano negra que por un rato toca las baldosas pero la horquilla no aparece. Cambio, cambio, dólares, reales, cambio. Un zapato negro roza mi mano, y al levantar la cabeza veo que hay demasiada gente como para estar agachada; sin horquilla no hay peinado y tendré que hacer la eterna fila de mujeres que hablan sobre el clima y sobre el mal estado de los baños públicos. Mujeres flacas, gordas, jóvenes, veteranas, solteras, profesionales o empleadas, albañiles, oficinistas y animadoras de cumpleaños; mujeres que pretenden ir al baño para luego retomar con tranquilidad su trabajo o su día de shopping o lo que tengan que hacer. Me salteo la fila mientras intento no escuchar las voces sin rostro que me insultan sin escuchar lo que digo, que sólo voy a usar el espejo; las mujeres de la fila desquitan conmigo su impaciencia. Llego al espejo y saco de mi cartera un pañuelito descartable para limpiar al menos una parte así puedo apoyar las horquillas que ahora retiro despacio porque se enredaron entre sí. Con el pelo suelto, inflado por la humedad, me miro y me avergüenza mi reflejo: no estoy lista. Una señora pasa por detrás y grita “ahí está la colada”. Logro juntar dos mechones de pelo en medio de la cabeza y trato de alisar con la mano lo que quedó suelto. Este peinado no me queda bien pero el reglamento dice que no debe haber cabello sobre el rostro y perder más tiempo implicaría llegar tarde, lo cual, como bien dijo mi hermana, es peor que el pelo en la cara y que transpirar de nervios. Mamá me peinaba así cuando no había tiempo para trenzas o cosas complicadas. Vuelvo a mirarme y pienso que tal vez este peinado me traerá suerte. Guardo las horquillas que sobraron y bajo la mano en busca de la bolsa ¡La bolsa! Salgo y miro en la calle: la gente es la misma pero la bolsa no está allí. Solo hay miles de pies que se mueven, hombres y mujeres que rebotan en las esquinas para volver a atacar a quienes se hayan olvidado de pisar, chocar, escupir, saludar, o mirar. Todo es lo mismo salvo la bolsa que no está allí y tampoco está en manos de nadie, porque nadie se llevaría esa bolsa cuyo contenido valdrá, como mucho, cincuenta pesos. No está y no hay explicación, no hay a quién culpar, ni siquiera un policía a quien preguntarle y, sin embargo, hay miles de pies. Cambio, cambio, dólares, reales, cambio. Ahora sólo queda una buena entrevista y la noticia que espero desde hace ya más de un año para llenar el vacío cuando Elena, mi Elenita, diga “¿Otra vez te fuiste al Centro y no me trajiste nada, mamá? ¿Cuándo vamos a ir juntas?”.
El edificio es antiguo pero limpio, de puertas y ventanas altas y balcones con rejas negras de hierro forjado; adentro, cuadros de tango, del puerto y demás paisajes turísticos porteños que en alguna época visitamos, de la mano y a los besos, con Jorge pero aún sin Elena. La secretaria verifica mis datos mientras le aclaro como puedo que vengo en nombre o por recomendación o mandada por mi hermana Celina que trabaja en el departamento de recursos humanos. Ahora, sentada en la sala de espera, pienso que no hacían falta aclaraciones para la secretaria, que ella, concentrada en su celular y en una página web que parecía de esas donde uno puede entrar para arreglar citas con gente que no conoce, borraba de inmediato en su cabeza automática todo lo que yo le había dicho. Después de media hora conozco los cuadros tanto como las fotos en la cómoda en mi cuarto: el barco que llega con los marineros que miran hacia la ciudad; una pareja de bailarines de tango, ella con un vestido rojo escotado en la espalda, él con un traje impecable y zapatos brillantes; un bar oscuro con mesas de madera, azulejos blancos y negros y las paredes pintadas con el típico estilo porteño; el último, en la pared de enfrente, es de una calle de adoquines, al costado, casas encimadas y coloridas. Una voz de hombre dice mi apellido y la secretaria me indica la tercera puerta de la derecha, y menos mal porque, con el pasillo tan largo y las puertas todas iguales, no hubiera sabido cuál elegir.
– Permiso
– Pasá, nena
El hombre sentado detrás de su escritorio parece enorme. Su camisa tiene una mancha de café y una aureola de sudor.
– Estela, ¿No?
– Sí señor, buenas tardes.
Mientras el hombre examina mi currículum, pienso que si quisiera volver a hablar no me saldrían las palabras.
– Así que vivís en San Fernando. Sabés que si trabajás acá tenés que estar a las ocho todos los días, ¿no?
– Sí, estoy dispuesta a viajar.
– ¿Y qué sabes hacer?
– Bueno, sé tratar con la gente.
Pienso en cada consejo de mi hermana; sonreír, respirar, relajarse, no importa la verdad, importa lo que él opine sobre mí. Me incomoda que me diga nena pero no estoy para reclamos.
– ¿Con qué gente?
– En general, puedo llevarme bien con gente de todas las edades, hombres y mujeres.
– Acá dice que trabajaste en un jardín de infantes, pero no hay referencias…
– Ah, sí, soy muy buena con los chicos. Tengo una hija y a veces…
– No me interesan los asuntos familiares.
-Disculpe.
– Lo de las referencias…
– Sí, las referencias. Lo que pasa es que el jardín cerró hace dos años; yo trabajaba en la guardería, con los más chiquitos y no retomé contacto con nadie de allí.
– ¿Por qué? ¿Te peleaste, tuviste algún problema?
– No, me fui para dedicarme a mi hija y a mi casa, y con el sueldo de mi marido teníamos suficiente. Era un jardín chico, y apenas me fui perdí de vista a las maestras porque vivíamos lejos.
– ¿Y ahora qué pasa que buscás trabajo?
– Mi marido tuvo un problema y dejó la empresa en la que trabajaba.
– ¿Y por qué querrías trabajar en Capital?
– Es que en la zona donde vivo no hay mucha oferta laboral…
El hombre se queda callado, no sé si porque no me creyó y está por echarme de la oficina, o porque me cree y se toma un momento para pensar.
– ¿Cuánto querés ganar?
– Pensé que eso iba a decidirlo usted…
– Bueno, ya vamos a ver.
El hombre se levanta de su silla y se da vuelta para mirar por la ventana.
No sé qué decir. Lo miro bajar la cortina y la oficina queda a oscuras. Se me acerca.
– Entonces decís que estás dispuesta a viajar. Que realmente querés trabajar acá…
-Sí- digo, aunque sé que debería decir no, negarme y salir de acá, correr a buscar la bolsa con los regalos, subir al colectivo y decirle a Elenita que serán los últimos que tenga, porque ni Jorge ni yo tenemos trabajo, y basta de mentiras. Pero la bolsa no está, y ahora una mano me saca las horquillas y las escucho caer al suelo; el pelo me roza la cara y se desarma por completo el peinado. Una mano fría toca el lado de atrás de mi cuello, sube por la cabeza y me desordena el pelo una vez más. Siento que todo está muy mal y pienso en Elenita. La mano me hace girar la cabeza hacia un costado; miro hacia arriba y veo, en la cara del hombre, una desagradable sonrisa.
Tres días después suena el teléfono y sé que es la secretaria del celular y las páginas web. Dice que me presente mañana a las ocho. Pienso en no presentarme porque me da asco imaginar el momento en que tenga que decirle a mi hermana que conseguí el trabajo y escuchar que me felicita mientras sé que ella, y también mis futuras compañeras, tuvieron la misma entrevista. Imagino que, cuando Elenita crezca, hablará con su prima y ambas se felicitarán. Al otro día, me atiende una nueva secretaria y dice que ella me enseñará lo que debo hacer, que pasará conmigo toda la semana. Después ella se irá y su escritorio será mío. Le pregunto dónde va a ir a trabajar y me dice que tiene una entrevista en otra empresa, que ya pasó demasiados años en esta. Entonces, la imagino con su pelo suelto, la cara asustada, el cuarto que se oscurece, las horquillas en el piso. Cuando termina de mostrarme los pasillos de la oficina, le digo que muchas gracias pero que, repentino cambio de idea, un problema familiar, no voy a poder tomar el trabajo. Al salir, el viento me despeina. Me saco las horquillas y las tiro en la calle. En casa, Elenita entenderá que por un tiempo no habrá regalos; que más adelante, si todo va bien, ella y su prima me agradecerán.