Por Carolina Hidalgo
-Primera parte-
Jacquelina Flores entra al local del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), Chacarita, con su chaleco de trabajo y anuncia que va a poner cumbia. Está contenta: se ríe, habla eufóricamente, sus ojos profundos y oscuros brillan cuando una sonrisa deja ver sus grandes y blancos dientes.
Su labor es coordinar al grupo de Promotoras Ambientales que pertenece al MTE. Junto con sus compañeras, concientizan y enseñan sobre la división y reciclado de la basura que descarta la Ciudad de Buenos Aires. Tienen dos turnos de cuatro horas, por la mañana y por la tarde, en los que recorren por áreas la ciudad, timbre por timbre, una, dos, tres veces o las que sean necesarias hasta que la puerta se abra y puedan corroborar que se sabe separar la basura en origen; sino, lo enseñan y presentan a su compañerx cartonerx que pasará a recoger el material. Jacquelina insiste en que cada vecinx sepa a dónde va el material reciclabe que descarta de su casa; que sepa que pasa a buscarlo un recogedor urbanx y luego camiones de la cooperativa.
El Gobierno de la Ciudad con sus slogans marketineros reduce el trabajo a una frase: “Ciudad Verde”, pero el rol de las Promotoras Ambientales es mucho más grande y no cabe en dos palabras; “es retomar el guante y no dejar que haya nadie sin saber que existen cooperativas en la Ciudad de Buenos Aires que son cartoneras”, dice Jacquelina.
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Un carro lleno puede llegar a pesar cuatrocientos kilos. Lxs trabajadorxs y recolectorxs urbanxs suelen desgarrarse por el esfuerzo sin darse cuenta. De ese peso tiró Jackie, como tantas otras mujeres, días y días durante años. Obligada por el dolor y entumecimiento de brazos y piernas, la falta de fuerza y la tendinitis en las manos abandonó el carro y el trabajo. Al principio no podía comprender, todo le generaba mucha tristeza porque no se podía concebir a sí misma sin su puesto en la cooperativa.
Pronto comprendió que la salud también es un derecho. Un derecho que a ella se le estaba vulnerando, como tantos otros, pero hasta el momento no había podido reconocerlo como tal. Identificar a su cuerpo como algo que también debía cuidar le dio fuerzas y creatividad para gestar algo nuevo; un proyecto para que las mujeres cartoneras pudieran dejar de arrastrar cuatrocientos kilos y dejar de ausentarse dieciséis horas seguidas de sus casas. Emprendió una forma de resguardar el trabajo dentro de la cooperativa.
Como lo personal es político, Jackie transformó ese cambio rotundo de su vida en oportunidades para todas sus compañeras; de su misma cooperativa y de otras, porque la idea se extendió más allá de los límites del MTE. Así, un día se acercó a sus referentes y les propuso trabajar desde la palabra, desde la conciencia; traspasar los límites de la calle para acercarse a lxs vecinxs, enseñar sobre la separación en origen, explicar la importancia del reciclado y el negociado de la contaminación, entre otras cosas.
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Facebook Jaquelina Flores
Jackie nació en un barrio de calles de tierra y casas todas iguales en Ferreira, Córdoba. Entre sus recuerdos más preciados aparecen la imagen de su madre sentada frente a la máquina de coser y la de su hermana calentando una mamadera con leche. Será por eso que los dos pilares más firmes en su vida son el amor y el trabajo. También recuerda un tanque de agua que la resguardaba cuando, después de alguna travesura, la buscaban para retarla. Podía pasarse horas ahí arriba donde todo la invitaba a soñar y cuestionar. Refugiada en ese tanque comenzó a preguntar a Dios y a sí misma qué tenía que aprender de todo lo que le tocaba en la vida. Dejó su casa de muy chica para transgredir todas las leyes y los límites que el sistema nos dibuja.
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Jacquelina tiene nueve años y espera para subir a un micro con destino a Buenos Aires. Sus vecinxs del barrio la ayudaron a encontrar a su papá y le anotaron en un papel un nombre y una dirección. Ya entiende que lo que su mamá tiene para ofrecerle, inmersa en el trabajo y el alcohol, no es lo que ninguna niña de esa edad se merece. El encuentro con su papá no da muchos frutos, así que Jackie sigue viaje y vuelve a Córdoba algún tiempo más.
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El Estado y sus engranajes le quisieron hacer creer que tenía que pasar hambre y dormir con frío. Aunque tiraba de un carro y juntaba cartones durante dieciséis horas al día, su lugar parecía ser el deambular de pensión en pensión con sus dos hijas más grandes. A Jackie ese cuento no le cerró por ningún lado: bajar la cabeza y aguantar los golpes sin moverse no era una opción.
Desde los catorce años pasó por distintos trabajos que le permitieron entender la calle y las maniobras necesarias para sobrevivir en ella. Cuando se quedó sola con sus cuatro hijxs no tuvo otra alternativa que agarrar un carro y salir a cartonear. Tenía que darles de comer, educarlxs, vestirlxs; había decidido no repetir la historia de su infancia y estar ahí para responder a todas sus preguntas aunque volviera molida de la jornada laboral.
Empezó a trabajar en la cooperativa ya constituida de “El Ceibo”, donde luego de un tiempo eligió encargarse de la carga y descarga de los camiones. Allí comenzó a entender el cooperativismo y a tener contacto con el funcionamiento y el manejo de un predio.
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Jacquelina habla con la frente bien alta, no titubea ni le tiembla la voz cuando cuenta sobre todo lo que atravesó para llegar hasta donde hoy se encuentra. La desesperación por resguardar a sus hijxs de la calle y garantizarles una vivienda digna la llevó a tomar una casa. Cuando entendió que su accionar no le hacía daño a nadie avanzó decidida hacia la obtención de un techo para su familia.
El acceso a la vivienda digna es un derecho descrito en la Constitución Nacional, pero es uno de los tantos artículos que no se cumplen en los actos. El último censo popular a personas en situación de calle dice que 5.872 personas se encuentran en esas condiciones en la Ciudad de Buenos Aires, entre las cuales 4.394 duermen efectivamente cada noche en la calle y otras 21.478 utilizan la red de alojamientos transitorios nocturnos. Si bien el estado deberia garantizar a todxs los ciudadanxs un hogar, lo que hace es perseguir a quienes lo consiguen por sus propios medios mientras enfrentan la pobreza mas violenta de todas: no tener un techo.
Jackie dio batalla con, apróximadamente, otras dos mil familias que se encontraban en la misma situación, era ese accionar o el abismo: ”la incertidumbre hacía que no solamente me plantara sino que tuviera la inquietud de ir a averiguar porque tenía la noción de que, mis hijxs y yo, teníamos derechos pero evidentemente no sabía cómo defenderlos”.
Así se organizaron y luego de atravesar todo tipo de violencias que el Estado puede depositar en una persona, y de resistir varios intentos de desalojo por parte de la policía, lograron concebir la ley 324 que ampara el derecho de vivir en la ciudad.
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En su infinito “avanzar y no retroceder” decidió dejar El Ceibo cuando entendió que su participación en esa cooperativa había alcanzado un techo. Tenía un hogar y un trabajo pero eso no la llenaba. Los días rutinarios eran automáticos y quedarse en ese mismo lugar hubiera sido conformarse.
En eso las ganas de estudiar y terminar el secundario junto con las dieciséis horas al día que tiraba del carro se hicieron incompatibles. Jackie necesitaba seguir superándose y abriéndose caminos y posibilidades. Se sabía capaz de cualquier cosa y tenía que comprobarlo. Sus hijas mayores le dieron el empujón que necesitaba y se hicieron cargo de su hermano menor mientras ella estaba fuera de su casa. Jacquelina renunció al trabajo en la cooperativa y se dispuso a terminar sus estudios. Siguió tirando del carro sólo los fines de semana y el hambre y la escasez se hicieron cotidianos. Recuerda agradecida esos tiempos porque sabe que haber terminado los estudios fue lo que le permitió comprender cada una de las situaciones que le tocaron atravesar. Entender le dio la posibilidad de progresar.