ILUSTRACIÓN POR EUGEDIBUJA
POR LORENA BERMEJO
La música se escucha desde la entrada al pueblo, al pie de la ruta provincial trescientos siete, por la que se llega a Amaicha desde Tafi del Valle. En el predio, la primera señal de fuego viene desde la isla de sonido, y el grito parece al principio parte del asunto, de las varias intervenciones del animador que intercambia comentarios con el presentador del evento. Desde la consola grita fuego y las voces ardientes del predio repiten fuego, como parte del juego de la fiesta, de ese gritar por gritar. El animador vuelve a gritar fuego, y todos gritan al unísono “sí”, de esos síes entre el castellano y el inglés, que se deforman en el tumulto de la fiesta, un sonido general donde cada uno dice lo que quiere y de alguna manera el bullicio se vuelve uniforme.
Pero el animador lo grita en serio, mientras las llamas invaden sus equipos, y como quien muere por la patria se aferra a la consola y trata de bajar del andamio que se destruye. El fuego se extiende entre la gente alrededor de la isla de sonido, se desparrama al contagiarse entre los vasos de bebidas alcohólicas, las latas vacías de serpentina y espuma, las botellas de plástico que hace unas horas tenían primero gaseosa y después mezclas de pintura con harina, pintura con agua, pintura con tierra.
Las llamas ahora salen también del escenario. El proyector se descascara, y se desarma de a poco la foto de las copleras que tocaron más temprano, antes de las bandas porque ya hace años que perdieron su lugar en el cierre de la fiesta. El escenario se cae hacia adelante, algunos de los músicos desenchufan y rescatan instrumentos; el bajista salta del escenario, al caer se toma el pie y renguea apurado con el bajo en una mano y el celular en la otra; el cantante también salta y corre hacia el lado contrario del bajista, donde encuentra la salida.
El predio, una jaula de alambrado con suelo de tierra seca, andamios, maderas y techo de paja, se reduce cada vez más a medida que la desesperación y el fuego avanzan desde el escenario y el puesto de sonido hacia los locales de comidas, que se despliegan en semicírculo en el fondo del lugar. Un hombre intenta escalar el alambrado, los pies y una mano entre los huecos del alambre, y en la otra mano el infaltable cartón del vino del carnaval.
Mientras hombres y mujeres se cuelgan del alambrado, los puesteros despachan los últimos tamalitos y juntan las mesas. Cansados, tienen encima no sólo el vino, sino las largas filas hambrientas que se renuevan día y noche. Detrás de la barra, junto a las hornallas transportables y a las garrafas de gas, una cholita, trenzas negras hasta la cintura, pollera celeste con volados, piel morena con arrugas, vigila con la frente en alto el trabajo de los mozos mientras da órdenes mitad en castellano mitad en diaguita.
Con la única salida colapsada, los que logran salir deben luchar entre los miles de visitantes que van en busca de sus campings, de sus hoteles y posadas, mientras algunos pueblerinos miran el desastre desde la puerta de sus casas con los fondos resagados de las botellas y sin mucho asombro, acostumbrados a días de carnaval, a calles atascadas, a turistas que se emborrachan. Cholitas adelante y jóvenes detrás, salen del predio los puesteros, en dirección contraria a la calle principal, lomada arriba, por un sendero desdibujado.
Lxs que entre el llanto y la desesperación llegan a la plaza principal, se tiran en el pasto entre la basura acumulada. En Amaicha el alumbrado de noche es tenue y sin potencia, pero hoy, casualidades del destino, brilla más que nunca. Pasada una hora desde el comienzo del incendio, empieza a sonar la alarma de lxs bomberos, que disfrutan del feriado de carnaval tanto como el resto de la gente y se desperezan al escuchar el llamado del trabajo. Solo dos o tres tienen el coraje para cambiarse, despedir a la familia y caminar hasta la Central.
Desde la lomada, detrás del predio y en un extremo del pueblo donde se ve entero el predio de carnaval, Felisa Balderrama, la más vieja de las copleras, llena por segunda vez su vaso de vino y susurra una melodía para ella sola, como quien anda por la calle un domingo de madrugada, segura de que nadie escucha, segura de que nadie comenta, segura de que nadie la ve.