Ilustrado por Euge Dibuja
Es un día como cualquiera, el sol pega fuerte sobre las paredes de vidrio y las calles están vacías, pero en un restaurante estilo francés, ubicado en el barrio de Recoleta, hoy domingo, a las 08.00 am en punto: se trabaja. Isabel, encargada de la caja, cambia a Carlos Vives por “Je ne veux pa travailler”, de Edith Piaf, mientras acomoda los muffins y los croissants en el mostrador. Federico, el barista, pone en marcha la cafetera y su sonido fuerte se mezcla de a poco con la música del lugar.
A las 08.30 llegan los tres primeros clientes. Mi mirada busca complicidad en la de Laura, la otra camarera, que al parecer entiende muy bien el mensaje. “Yo los atiendo”, le digo. Los tres son iguales, típicos jóvenes palermitanos: notebook Apple, bici plegable y un par de Ray Bans en la mano. Pero así y todo están buenos, pienso. Cuando les dejo la carta empiezan a mirarse entre ellos y comienzan a propiciarme una catarata de agradecimientos “gracias bonita”, dice el rubio, “gracias linda”, repite el otro. Entre avergonzada y sonrojada, me alejo. Después de un rato, con los platos vacíos arriba de la mesa, el morocho de barba me pide la cuenta. Me acerco y, cuando le entrego el ticket, también me da una servilleta toda abollada. Una vez detrás del mostrador, desenrollo la servilleta y leo el mensaje: su nombre, un número de teléfono y una dirección.
Después de un largo viaje en bondi, por fin estoy en casa y puedo estirar las piernas. Busco en el bolsillo trasero de mi pantalón y agarro el papel que me habían dejado. Ahí estábamos: la servilleta enrollada, mis ganas de coger y yo. Le mandé un mensaje. Hablamos un rato y, como era de esperarse, la charla fue poco y nada interesante. Pero un polvo es un polvo, me digo a mi misma, no tiene por qué ser interesante.
Nos vimos. Me pasó a buscar y yo me había arreglado como para ir a una cena en el Rockefeller. Pero no, la cita era en su casa con una birra de por medio. Charlamos, apenas un rato, de sus vacaciones en Hawaii, del tiempo que había estado viviendo afuera y de algunas cosas igual de interesantes que lo tenían de protagonista. “Mirá vos la mocita, también es inteligente”, me dijo después de media hora y, agarrándome fuerte de la cintura y dándome unos besos torpes con gusto a pucho, me tiró en la cama. Me besó desesperadamente y, tocándome como si se acabara el mundo, me arrancó la ropa mientras me pedía que se la chupe. Pese a la presión que ejercía sobre mi cabeza, logré sacarme sus manos de encima. Me penetró en seco. Sentí como si me hubiesen clavado una aguja en el vientre. Mis gemidos fueron transformándose en gritos de dolor y mis movimientos en intentos desesperados por sacarme a la bestia. De un momento a otro ya no lo tenía más sobre mi cuerpo, se había sacado el forro. ¿Qué haces?, le digo. “Te voy a acabar en la cara”, me contestó con una risa macabra. La garganta se me secó y las ganas de vomitar empezaron a subir como río bravo.
Lo saqué de un empujón. Le dije que mejor acabe sobre el cuadrito de Hawaii que tenía colgado en la pared y me cambié lo más rápido que pude. Me clavó una mirada fría, como si estuviese maldiciéndome por dentro, y se fue a terminar al baño lo que jamás había empezado. No volvieron a desayunar más en donde yo trabajaba, ni él ni sus amigos. Quizás por vergüenza. Tal vez por la frustración de no haber podido dominar a “una mocita” como esta.