Este lunes en el Congreso vimos muy bien que no todes paramos. Que había muches compañeres trabajando. Feriando o vendiendo birra, cubriendo para empresas de prensa, de radio y de televisión. “Tipo siete siempre llega más gente”, comentamos, y claro, después del horario laboral de oficina. Entonces, ¿quienes podemos parar?
El miedo que lxs dueños de las empresas le tienen al paro no es precisamente la pérdida de la productividad, sino más bien la fuga de energía hacia otro lado. Franco “Bifo” Berardi escribe que cuando alguien no está ocupándose con una actividad en específico “tiene potencial para cualquier cosa”. Y el potencial asusta.
Hay preguntas que nos hacemos cotidianamente. ¿Puedo parar? Que muchas veces se formula como ¿merezco parar? Una meritocracia tan asumida que a veces ni siquiera podemos reconocer a tiempo. ¿De dónde viene tanta exigencia? Paramos para leer a las compañeras, para escuchar otros enfoques, puntos de vista, porque ahí, aunque entre tanto aislamiento a veces cueste recordar, nos encontramos feministas nuevamente: en el escuchar y cambiar la mirada. Detenernos para analizar. La explotación laboral también es un tipo de violencia: más silenciosa, casi muda, pero capaz de hacer callar las voces que en algún momento hicieron que mire hacia uno y no otro lugar. Parar es también pensar en por qué paramos. Y como en toda lucha colectiva existen motivos individuales. Cada tanto necesitamos volver a sentir que esas voces todavía retumban, como para encontrar un eje, un hilo que una todas las preguntas mientras lo demás se nos va desarmando y encontramos nuevas formas, nuevos términos.
¿Por qué salir a la calle? Aún entre tanto riesgo pandémico, los modos nos convocan: es que la militancia que conocimos no se gesta solo en discursos. “Las condiciones materiales para el discurso y la reunión son parte de lo que estamos hablando y por lo que nos estamos reuniendo” afirma Judith Butler en Repensar la vulnerabilidad y la resistencia. Si la transformación es desde el deseo, y el deseo es, también, presencia, tacto, piel. ¿Qué hacemos con los riesgos impresos en los cuerpos ajenos?
Con cuidados y protocolos, de a poco puede que sea hora de repensar los espacios que interrumpimos, porque “la ranchada” y la “rosca” entre amigues, también es feminista, y eso es hacer política. Sobre todo si pensamos en formas recientes de reunión política, que como dice Judith Butler, hay que revisar qué forma parte del centro simbólico de nuestra comunidad política, cuestión urgente en este contexto.
Paramos entonces porque hay muches que no pueden parar, y algunes que lo pudimos hacer solo por un ratito. Y mientras paramos aprovechamos para repasar cicatrices de una explotación que se fue labrando desde adentro, en las propias exigencias que nos imponemos para ¿legitimar? un lugar en el mundo. Porque sabemos que no alcanza con tener una profesión para que nos respeten, sino hacemos un sobre-esfuerzo cotidiano para demostrar “lo bien que hacemos las cosas” (siempre con un “a pesar de” ser mujer, ser lesbianx, ser lo otro ajeno a los lugares masculinos de dominio y norma, resonando de fondo). La libertad sólo puede ejercerse si hay cierto apoyo de su ejercicio, dice también Butler, y es esa comunidad hacia la que avanzamos, una en la que podamos legitimar y ejercer nuestras propias libertades.
Vemos cicatrices, como un par de manchas en la piel por “estrés” que no se van; la vista que exige un puntito más de zoom en la pantalla a medida que pasan los meses; la espalda que no deja de molestar. Hacemos zoom a lo que comemos, (si es que comemos, por ‘falta de tiempo’ o falta de un plato en la mesa), a nuestros ritmos de sueño saturados por la ansiedad, o medicalizados para contribuir a la sobre-adaptación de nuestro día a día.
La sobre exigencia laboral tiene consecuencias que son violentas en el cuerpo, sí. Y en el peor de los casos, se pagan con la vida. Las mujeres que murieron en esa fábrica incendiada hace más de 100 años. Las trabajadoras que murieron en el incendio del taller clandestino de la calle Luis Viale, las miles que hacen trabajos no pagos, mal remunerados, menospreciados. Quienes no lo pagan con la vida, quizas lo pagan con la violencia de la desposesión, del hambre. Las compañeras travas que reclaman cupo laboral para salir de la calle y la precariedad. Si no tenemos tiempo para parar y pensar todo esto, ¿qué estamos militando?
Exponer la vulnerabilidad es hacer de ello un acto mismo de resistencia. Quizás las marchas con menos asistentes por el contexto epidemiológico, sirvan igual como recordatorio de que estas cosas siguen pasando, y seguimos furioses, reclamando. No desde la victimización, sino poniendo en escena nuestros encuentros y modos de vida como una forma política. En contraste, algunos problemas suenan insignificantes ante tanta injusticia patriarcal, problemas que son casi detalles ante quienes realmente sufren la violencia física en el cuerpo y denuncian, y les silencian; sabemos que muches ya no están. 55 femicidios en lo que va del año; 10 transfemicidios; ¿Cuantos años más vamos a seguir contando, duelando? ¿Y cuánto más se va a seguir condenando a compañeres a existir en modos de vida insostenibles en un presente que no les termina de incluir?